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martes, 16 de noviembre de 2010

Verde 01: frontera

Estoy en el aeropuerto de Melilla esperando para tomar el avión de rumbo a la cotidianidad.

Y no dejan de venirme a la cabeza, imágenes de la frontera*, antiguas y recién vividas.

Una infraestructura destartalada, vieja, sucia. Calles sin asfaltar, con charcos, sin zonas habilitadas para cruzar, basura esparcida. Rejas inútiles, que no impiden el paso, barrotes oxidados que inspiran compasión. Líneas sin protección, libres. Una caseta. Un señor con acento fronterizo. Papeles y cuño. Vigilantes de turno.

Vehículos. Decenas y decenas de vehículos repletos de grandes bultos y de personas. ¿De dónde vendrán? ¿A dónde irán? ¿Regresan o van? Pero lo que más me inquieta es todo lo que llevan en esas grandes bolsas, a cuadritos de colores y del “todo a 100”. Traen parte de lo que viven en otras zonas del globo. Se llevan un pedazo de su cultura y de su vida. Intercambio. Interculturalidad. ¿Es esto?

Personas. Miles de personas que cruzan diariamente la frontera. Un pequeño porcentaje lo hará porque tiene que desplazarse de un lugar a otro. El resto, para sobrevivir. Es su forma de ganarse la vida. Trasladar víveres de un lado a otro de una línea ficticia. Contrabando es una palabra muy fea. Llevan varias bolsas, de color negro, de plástico fino, bultos sobre la cabeza y a la espalda. Pero no demasiados. Lo suficiente para que los señores de la frontera hagan la vista gorda y los dejen pasar. Si te fijas, dentro de las bolsas puedes ver de todo: galletas de chocolate “Príncipe”, rollos de papel higiénico, leche en polvo para bebés, yogures caducados… sobretodo alimentos caducados (se corre el rumor de que todo lo que sale de Melilla lleva dos meses caducado). Y cruzan.

Puedes atravesar la frontera en coche o a pie. Yo siempre la paso a pie. Con mochila a la espalda, ordenador, bolso… Aproximadamente un kilómetro. Coches y personas van por el mismo camino (no se le puede llamar carretera). Pasas por donde se te ocurra. Verjas abiertas. Vigilantes. Caseta con papel y acento fronterizo de nuevo.

Ups. Observas. No todo el mundo pasa por el mismo lugar. Exacto, los marroquíes tienen otro acceso. Un pasaje bien delimitado entre grandes barrotes oxidados, de nuevo, pero sin escapatoria. La gente se acumula, se amontona, se empuja, se toca. Parecen corderos que quieren dirigir al matadero. Hoy he decidido pasar por ahí. Tengo que admitir que lo he hecho porque hoy no había prácticamente nadie, será porque es domingo. Quería saber qué se sentía. Otra vez mi mochila y yo.

El callejón no debe tener ni un metro de ancho y te fuerzan a franquear barras giratorias. Durante una milésima de segundo he pensado que me quedaba encajada allí por culpa del equipaje. El trayecto a penas ha durado unos minutos, pero un día cualquiera lo habitual es tardar entre dos y tres horas. Al final, dos salidas: una para hombres, otra para mujeres. Desembocan en un mercado junto a la frontera, desviados de la puerta principal. Los policías, ya españoles, al otro lado, sonreían. ¿Por qué has pasado por aquí? ¿La primera vez? Sonrío, digo sí, por no polemizar, ya lo haría conmigo más adelante. Pienso, qué discriminación. Abren una verja para que pueda salir a la puerta principal. Sin comentarios.

También miro hacia los lados. Cuántas personas han intentado cruzar esa frontera para no volver...

Y es en este punto, la frontera, física y psíquica, entre dos mundos, donde comienza la cooperación ¿internacional al desarrollo?

*Frontera de Beni Enzar, Melilla (España-Marruecos)

7 de diciembre de 2008

Reportaje: Melilla. Laboratorio de Convivencia

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